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Para leer: "Cruzando"

  • Foto del escritor: rockwithjustice
    rockwithjustice
  • 8 abr 2020
  • 7 Min. de lectura

Pensamos que a lo mejor en estos días de ocio no estaría mal algo para leer. Y ciertamente que siempre les ofrecemos qué leer, texto, texto y más texto, pero esta vez es de una forma diferente: un cuento. Esperamos que disfruten esta pequeña historia anónima sobre desencuentros y encuentros.


Es que esa es la otra, estaba oscuro, entonces prendió la luz de la mesita porque se sentó en su sillón caro que le da la espalda a la enorme ventana de la habitación muy oficinesca, y se sentó allí porque es su sillón para leer, porque se puso a leer. 
Todavía traía sus ropas del día: sus zapatitos bonitos que tanto me gustan, su pantalón de vestir, su camisa también de vestir, su suéter con cuello en v, (que no se te olvide que diario anda muy formal, muy elegante, muy aseñorado). Estaba muy sentado, hasta con la pierna cruzada y toda la cosa, con una cara de concentración que ¡uf!, a penas había empezado a leer y ya la traía puesta. Y no te voy a mentir, se veía tan guapo, guapo de a de veras, con esa barba que le quería salir pero nomás no le salía, con esos ojazos, con esas pestañotas... No se le notaban los treinta años, ni se le notaba la amargura que ya le andaba tocando la puerta. 
Pero pues a penas leyó tres páginas y que empieza a sentir las cachetadas. Y pues ¿qué creías, que las cachetadas lo iban a dejar seguir leyendo? Pues no, si por algo son cachetadas y no caricias. Y que bueno que empezó a sentir las cachetadas esas, porque yo no le hubiese perdonado que siguiera leyendo cuando pasaba lo que pasaba. Si hubiese dejado pasar todo, yo lo hubiera descalabrado, como ya dije, pero no para que se diera cuenta, no, una vez pasada la oportunidad ya para qué, lo hubiera descalabrado nada más por puro coraje, por haber sido tan tonto. 
Lo bueno es que se dio cuenta y no hubo necesidad de recurrir a la violencia. 
Me desvío, ¡me desvió! 
Pues, como iba diciendo, sintió las cachetadas. Las cachetadas que llevaban su cabeza de un lado al otro, las que le dejaron los cachetes rojos, sí, esas cachetadas. Sintió las cachetadas de la realidad y aventó el libro que tenía entre sus manos como si no importara nada de nada; y es que yo comprendo que saliera corriendo, que se parara del sillón ese como si le hubieran prendido el trasero, de veras que yo entiendo, no era para menos, tenía que actuar rápido, pero pues no es como para que aventara el libro. Y mira, como cuetito, ni más rápido ni más lento, de veras que no miento cuando digo que parecía que le habían prendido el trasero; salió corriendo de su departamento, casi casi dejó la puerta abierta, casi se rompe toda la boca bajando las escaleras a tan alta velocidad, pero pues en esos momentos no tenía la paciencia que se requería para tomar el elevador. Ah, pero eso sí, hasta se dio tiempo de saludar a su vecina en la entrada, aunque no se quedó a ver si le respondía o algo, la anciana ya estaba tan anciana como el resto de los ancianos ricos y retirados del edificio, tan anciana estaba que a lo mejor y le había respondido el saludo ya hasta media hora después, la vida es demasiado corta como para esperar por eso. Ya no dejó que el elegante portero uniformado le abriera el paraguas, nada más se lo arrebató, ya lo abriría él en el camino o lo que fuera. 
Y entonces, maldita mala suerte, se le empezaron a mojar sus zapatitos y su suétersito, tan caros y bonitos, pero allí andaba de apresurado ¿no? Pero pues ya, ni le importaba, para qué decir que sí si no; él ya nada más quería llegar, no permanecer siendo un tonto –porque ya era un tonto, desde el momento en que la dejó irse ya era un tonto, siguió siendo un tonto al necesitar las cachetadas que proporciona la realidad para darse cuenta, eso de salir como loco de su casa apenas fue el comienzo de la rehabilitación de su idiotez. Abrió el paraguas así como pudo, entre las carreritas que se estaba echando con los carros (él en la banqueta y ellos en la autopista) y los retos que le ponía a sus propios pies para que siguieran andando. 
México estaba tan oscuro como alumbrado, por varias razones, ya te dejaré a ti que le eches una pensada, pero la más básica en ese momento podría haber sido que por la oscuridad que trae las pasaditas de las siete de la noche en ese dichoso horario y el alumbrado que proporcionan tantos carros circulando. Ya sabes, comienzos de la segunda década del siglo XXI, qué le vamos a hacer. 
Un de repente se acordó que tenía que parar un taxi, pues ni modo que llegara corriendo hasta allá. De veras que estoy empezando a dudar seriamente de su inteligencia. Pero bueno, como sea, la cosa es que paró el taxi. Estaba lloviendo a cantaros, sus zapatitos caros y bonitos se le estaban mojando, el paraguas no le cubría mucho, y el taxista todavía se dio el tiempo de bajar la ventanilla, como si fuera un hermoso día de primavera.
–¿Adónde va, joven? –le preguntó el conductor con toda la calma del mundo, como si el “joven” no trajera prisa, como si ni se estuviera mojando; nada más de escucharlo ya parecía que el transcurso de la vida misma se hacía más lento, nada más de verle la cara con los ojos entrecerrados entendías todo.
–Al aeropuerto ­–le contestó, ¿pues qué más le decía si para allá era para donde iba?
–Súbase, pues –creí que nomás no lo iba a decir nunca.
Y así lo hizo, pues ya tenía la autorización del taxista y toda la cosa. Abrió la puerta de atrás y mientras se adentraba en el vehículo cerraba el paraguas, así como iba pudiendo. 
El taxi tomó la avenida tres y avanzó veinte cuadras.
Entonces fue recordando. Recibió más cachetadas por parte de la realidad, pero estas cachetadas ya no eran para que se diera cuenta de algo porque ese algo ya lo sabía muy bien, esas cachetadas venía con la intención de que de  veras le dolieran, venían cargadas de reproche para hacerlo sentir mal por lo que le había hecho. Se acordó de cómo la había insultado y humillado nada más por ser quien era, por ser buena y amable y sonriente y solidaria y amistosa. Qué tontería, qué tonto el “joven” este, de veras; eso sólo me hace seguir con la idea de querer descalabrarlo o algo.
Ahora el taxi daba vuelta en el Boulevard Puerto Aéreo.
Entonces también se acordó de otras cosas. Se acordó de su mirada, de sus ojos hermosos, de su sonrisa, de sus dientes perfectos, de su cabello bonito, de sus manos delicadas. Se acordó de la belleza que la rodeaba, pero no precisamente de la belleza física, bueno, también de la belleza física, pero no nada más de la belleza física, tú sabes a lo que me refiero, sí sabes ¿no? 
Llegó al aeropuerto, pagó, y el taxista casi casi lo bajó de una patada, pues es que ¿como para qué seguía allí trepado? Pero entonces se vio fuera del taxi, el taxista arrancó y se fue, y él se sentía todo desprotegido, quién sabe por qué; a lo mejor esperaba que el taxista fuera a buscarla y le dijera lo que a él le correspondía decirle, o a lo mejor no esperaba que el conductor tuviese tacto y sensibilidad, a lo mejor nada más esperaba que la raptara y la llevara de vuelta a su departamento donde él podría mantenerla secuestrada por el resto de su vida –aunque de ser así definitivamente le habría tenido que pagar más de lo que le pagó–, pero no sé, son nada más ideas mías. 
Pero bueno, te diré lo que hizo, nada más porque puedo y quiero. Se agarró gritando “¡SOFÍAAAAAAAAAAA!, ¡SOFÍAAAAAAAAAAA!”, como si no hubiese un mañana. Ridículo de lo peor. En ese momento lo desconocí por completo, si alguien me hubiese preguntado yo hubiese contestado “ni lo conozco, ni lo conozco, ni lo conozco”, mira nomás, válgame Dios, Jesucristo crucificado, qué vergüenza, de veras. Tan fácil que hubiera sido preguntar por el vuelo a París de las ocho y media, pero no, tenía que exhibirse, tenía que hacer el ridículo, a lo mejor y ese era el precio que le tocaba pagar por ser tan tonto, por haberse portado tan mal con ella (eso si no tomamos en cuenta que ella bien lo pudo haber bateado nada más por puro resentimiento).
Pero mira que la Sofía era una ridícula y dramática de lo peor también. Mira que tomar un vuelo a París para difícilmente volver nada más por la culpa de un tarado como Santiago… Le hubiera metido unas buenas cachetadas para dejarle en claro que a ella no la venía insultando de esa manera y hubiese continuado su vida en México repudiándolo, en vez de hacerse la ofendida y dejar que él la exiliara de su país. 
Pero bueno, los gritos desesperados del  nombre de ella no lo ayudaron a encontrarla, pero de todas formas la encontró. Estaba en la fila para abordar el avión, bañada en lágrimas, toda una Magdalena, añorando su vida en México y sintiendo la tristeza del rechazo de Santiago. 
La vio y le besó las lágrimas. Lo vio y no pudo sentirse más confundida; es que primero la enamora, luego la insulta y al final va corriendo a consolarla, disculparse y pedirle que no se vaya. Dios santo con estos hombres, y luego dicen que las mujeres. Pero bueno, Santiago se arrepintió y fue a detenerla, Sofía lo amaba como si nunca hubiese habido algún otro hombre, así que ya sabes cómo acabó todo. 

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